El
Casino, como toz los bars de Estadilla, estaban abiertos per la noche hasta
qu’el último parroquiano s’en ise. Entonces cerraban. Una noche s’en iba ya de
los últimos el Siño Enrique el Barbero y se va trobá en la pllaza a Toribio (Un
gitano que llevaba años en el pueblo). Como feba güena noche, y ninguno de los
dos teniba prisa en ísene a dormí, van empezá a caminá calle San Juan p’arriba.
Charrán, charrán, llegan a la calle San Luis y chiran p’el camino del cementerio.
En las Espeñetas estaba el último punto
con luz. Era’l momento de da la güelta. Pero los dos van pensá que si diban de
torná enta tras, el otro creería que era perque teniba miedo. Total, qu’el uno
p’el otro, cada vez más p’arriba. To estaba muy oscuro, como gola de llobo. To
era silencio. Hablá, ya casi ni hablaban. Pero los jodidos, aguantán hasta que
van llegá a la misma puerta del cementerio.
Cuan ya’estaban
allí, Toribio s’arrodilla y con los brazos abiertos en cruz, empeza a
escllamase a grito pelau:
—¡Hay hermano mio!. Yo no lo quería
hacer, perdóname. Bien sabes tu que soy buena persona. No fue culpa mía—Y así
seguiba, como si la concencia no la tenise del to tranquila con alguna cosa de
feba años.
El Siño
Enrique, al veyé a Toribio en aquella postura, con aquella oscureldá per to’lrededo
y aquellos gritos allí debán, le va cojé una coseta per la boca’l estómago (chunto
con el cangelo que ya llevaban), qu’arranca a corré cara ent’abixo. Pero aun no
habeba llegau pas a la primera regüelta, que Toribio lo pasa corrén como una
bala. En un santiamén lo va perdé de vista. Escapaba com’alma que lleva’l
dimonio.
Los dos
van i a pará a la pllaza. Allí s’encontran, con un sofoco y un sobraliento que
casi no podeban ni hablá.
—¿Qué has visto algo, Enrique?—Pregunta
Toribio con la llengu’afuera
—Yo no; pero como t’he visto que
estabas hablán con no se quí….—Contesta.
—¡Ay, Enrique!. Yo tampoco; pero
como he visto que corrías….¡Pensé
que sí!
No se
cual de los dos va pasá más miedo….
Se van
fe muchas risallas d'aquella historia, empezán p’el mismo Siño Enrique, que le
daba aquella chispa de gracia tan propia d’él.
Francho Chardiz